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Discípula de la infancia, la voz de los poemas por momentos muta en dos: la que se encuentra con lo nuevo y la que ya es grandota, que mira el mundo a través de los años y no solo a partir del asombro de los sentidos.

En la repetición de las sílabas hay una evocación a cancioncitas infantiles, como si la sonoridad intersilábica, la rima a final del verso, guiaran al lector por un mundo de emociones que vibran en la página transmitiendo felicidad y misterio. Están también, sutiles, esos gestos punks que hacen del poema un stop de golosina. Los poemas manchados, sucios, enojados, medio con bronca.

En lo meticuloso, lo silabado, se encuentra un guiño, una chanza: bajo el canto / tan correcto / de los pájaros.

En una época en que la adjetivación en la poesía está totalmente denostada y en que se ha impuesto aquella sentencia de Huidobro “el adjetivo, cuando no da vida, mata”, Roberta desparrama calificativos por doquier y da vida a sus versos a través de una adjetivación aparentemente irresponsable. Hay diversión en el estilo ingenuo, facilongo, que da vitalidad a los poemas, los vuelve próximos, relacionando cotidianeidad y sentimiento: Y de pronto comprendo / que escribir coincide con vivir.

Bailarines, generosos, meláncos, darks, naturales, exploradores, viajeros, caminadores, pasionales, tramposos, divertidos, enamorados, macanudos, joviales, risueños, rezongadores, estelares, chistosos, lejanos, paisajísticos, trabajadores, linyeros, delicados, soleados, románticos, lunares, solitarios, familiares, poemas que se presentan como un montón y que permiten en el adverbio la multiplicidad, la variedad, la locura.