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Lucila Grossman ha inventado por lo menos dos cosas: La ciencia ficción trash con su legado de psicodelia (ahora en 3D) –y donde los “marcianos” son lo que siempre fueron, visitantes virtuales sin la zoncera del plato volador–; y el beat-cyber-esperpéntico, suerte de droga sintética en forma de estilo velocísimo, riquísimo, bizarro. En los dos registros, sus personajes son una suerte de drogones trashumantes que vagabundean no muy lejos de sus guaridas, celular y SUBE en mano, aún deudores literales del Complejo de Edipo –el trabajo es una maldición pero siempre queda la dadivosidad del padre ausente–; o postguerrilleros anti-analógicos, que hablan el siempre vivaz barroco conurbano, entreverado de dialecto de red y un fondo arcaico de garganta con arena: el tango, siempre el tango. ¿Qué es sino esta frase? “Mientras me ducho. /Toma merca en cuclillas con dos minas/ en el baño de un boliche/ en Puerto Madero. /En cuatro patas.” (prosa en el original). Si la narradora de Mapas terminales se sospecha la Virgen María del Siglo XXl, la Divina Concepción  no necesita de un carpintero sino de un programador. Se trata de una tragedia de amor nada que ver con Shakespeare: el horror no es la pócima de veneno, mucho menos la espada, sino la luz de una pantalla que proyecta –hipnotiza– con “La aplicación se cerró forzosamente, ¿desea reiniciarla?”. Ficción de consola multitatasking, kadish para lo inhumano donde la muerte equivale a la desaparición virtual de una imagen, Mapas terminales, sin embargo, no se fascina con la tecnología hasta convertirla en un fetiche, como el tren en la literatura del siglo XlX o el email y el contestador automático en las novelas de los años noventa; la usa, la ensucia, la afantasma en una trama alucinada y lírica. Este es un libro que, a pesar de su épica virtual, aleja de todo adminículo de comunicación, para despertar el deseo de tocarlo, sentir su peso, ceder con la imaginación a su genio proteico, deslumbrante.

María Moreno