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En El Palacio, largo poema o breve novela rota, un hombre le habla a otro y evoca un remoto pasado compartido en una ciudad destruida, aunque por momentos parece que se estuviera hablando a sí mismo. ¿No es la literatura, siempre, a su modo un poco enredado, una manera de hablarnos a nosotros mismos para decirnos algo nuevo? Los protagonistas de este libro tratan de alcanzar una suerte de estado místico, y entonces la música del texto se asemeja a la de un mantra, con sus tópicos que se van y luego retornan. Un fámulo que ha desaparecido, un hombre que calienta agua para su discípulo, un poeta ciego, un salón de belleza: son estribillos que generan el efecto hipnótico y un poco perturbador de los rezos. No quiero escribir pero escribo. Ese podría ser el hilo dorado que enhebra este libro pero también, por qué no, la marca de agua de todo el trabajo de Mario Bellatin. ¿Porque qué es Bellatin sino un escritor que hace literatura buscando siempre hacer otra cosa? ¿Qué es Mario Bellatin sino un artista conceptual, un inventor, un raro ilusionista que de tanto en tanto escribe aunque no quiera escribir? Ese es, finalmente, su palacio. Un enorme salón de juegos –“mi estudio de escritor en la Ciudad de México”, lo llama en este libro– con las paredes repletas de libritos blancos, los famosos “cien mil libros de Mario Bellatin” que son al mismo tiempo la cifra de la ascesis y la abundancia. Y este es, finalmente, su palacio: un libro vacío que va poblando con girones de sus textos previos –un poeta ciego, un salón de belleza– para poder deshacerlos, para romperlos y así tratar de alcanzar, acaso, la paz.

Mauro Libertella